José María Di Paola, padre Pepe para los del barrio, pelo largo, ropa informal, 46 años de edad de los cuales diez en la villa 21 o villa de Barracas, me miró con aire de desconcierto, como si no terminara de creerse aquella frase.
Sentado en la iglesia Nuestra Señora de Caacupé, construida por los emigrantes paraguayos en minga los fines de semana, me respondió con la misma serenidad y parsimonia con la que me había relatado cómo construyeron el templo. Cada domingo, las mujeres preparaban la comida mientras los varones levantaban la iglesia, ladrillo por ladrillo, hasta que un buen día decidieron ponerle el nombre de “su” virgen, como para decirle a la ciudad que era parte de sus vidas.
Bergoglio”, dijo refiriéndose al entonces arzobispo de Buenos Aires, “viene a la villa en micro, baja en la parada, camina hasta la iglesia y toma mate con los vecinos. No viene en el coche del arzobispado. Conoce nuestro trabajo, apoya a los curas villeros que vinimos a aprender de la gente, no a decirles lo que tienen que hacer”. Mientras hablaba, los muros de la parroquia despedían la sonrisa eterna del padre Mujica, el cura-mártir de todos los pobres de la ciudad porteña, asesinado por la Triple A hace cuatro décadas.
Cinco años después de aquella lección de humildad de Pepe, no me pareció nada sorprendente que Francisco recibiera a los movimientos sociales del mundo, entre ellos al Movimiento Sin Tierra de Brasil, que los militares brasileños y la prensa derechista del Uruguay (como El País y El Observador), consideran como subversivos.
No sólo los recibió. Dijo: “No se contentan con promesas ilusorias, excusas o coartadas. Tampoco están esperando de brazos cruzados la ayuda de ONGs, planes asistenciales o soluciones que nunca llegan o, si llegan, llegan de tal manera que van en una dirección o de anestesiar o de domesticar. Esto es medio peligroso. Ustedes sienten que los pobres ya no esperan y quieren ser protagonistas, se organizan, estudian, trabajan, reclaman y, sobre todo, practican esa solidaridad tan especial que existe entre los que sufren, entre los pobres, y que nuestra civilización parece haber olvidado, o al menos tiene muchas ganas de olvidar”.
Les propuso “luchar contra las causas estructurales de la pobreza”, advirtió contra “estrategias de contención que únicamente tranquilicen y conviertan a los pobres en seres domesticados e inofensivos” y terminó con un “sigan con su lucha”, porque nos hace bien a todos.
Francisco Bergoglio no es un revolucionario. Es un hombre de fe, conservador, que se diferencia de los políticos de izquierda en un pequeño detalle: pisa el barro, no le teme a los pobres, se siente feliz con ellos, no los quiere domesticar ni utilizar, confía que en la pobreza, y sólo en ella, puede haber dignidad y comunión.
Pepe tenía razón.
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