Jorge
Majfud
ALAI
AMLATINA, 16/01/2015.- El mayor peligro que amenaza Occidente se encuentra en
Occidente mismo: bastaría con recordar que si la democracia, la lucha por las
libertades individuales y por los Derechos Humanos son bien occidentales, no
menos occidentales son la censura, la persecución, la tortura, los campos de
concentración, la caza de brujas, la colonización por la fuerza de las armas o
del capital, el racismo, etc.
Como bien enseña la historia, dos enemigos
que se combaten ciega y obsesivamente uno a otro tarde o temprano terminan por
parecerse. Más o menos eso fue lo que ocurrió durante la llamada Reconquista en
España. Solo que por entonces la tolerancia política y religiosa era bastante
más abundante en la España islámica que en la católica. La idea y la práctica
de que judíos, cristianos y musulmanes pudieron vivir y trabajar juntos por
mucho tiempo resultaron inaceptables para la nueva tradición que siguió a los
reyes católicos. Luego de la expulsión de moros y judíos en 1492 siguieron
sucesivas limpiezas étnicas, lingüísticas, religiosas e ideológicas.
Volviendo al presente vemos que una
reciente encuesta muestra que el 62 por ciento de los alemanes no musulmanes
considera que el Islam es incompatible con el “Mundo occidental”, lo que
demuestra que la ignorancia no es incompatible con Occidente tampoco.
No hace un siglo una amplia mayoría
pensaba lo mismo de los judíos en Alemania y en Estados Unidos se temía por el
peligro inminente de una invasión de católicos fanáticos cruzando el Atlántico
hacia la tierra de la libertad. La encuesta es publicada por el Wall Street
Journal bajo un titular que dice: “Alemania se replantea el lugar del Islam en
su sociedad”.
Si fuésemos a medir objetivamente el
peligro de actos barbáricos como los recientes en Paris, en términos
matemáticos, claramente podríamos ver que las posibilidades de cualquier
ciudadano de morir en un acto semejante son infinitesimales en comparación al real
peligro de que alguien nos pegue un tiro porque le gusta nuestro auto o porque
no le gusta como vestimos o nos expresamos. Las masacres diarias que en países
como Estados Unidos o Brasil ocurren cada día son tomadas de forma tan natural
que cada mañana en los informativos siguen al pronóstico meteorológico. Así
como llueve o sale el sol, cada día unos tipos le pegan unos cuantos tiros a
unos cuantos otros. Pero eso no es noticia ni escandaliza a nadie. Primero
porque estamos acostumbrados; segundo porque los grupos en el poder social no
pueden capitalizar demasiado ese tipo de violencia. Por el contrario, es un
secreto negocio.
Ahora, si alguien mata a cinco o nueve personas y lo hace envuelto en la bandera del enemigo, entonces toda una nación y toda la civilización están en peligro. Porque para el poder no hay nada mejor que sus propios enemigos. Claro, se podría argumentar que se trata de un problema de valores.
Ahora, si alguien mata a cinco o nueve personas y lo hace envuelto en la bandera del enemigo, entonces toda una nación y toda la civilización están en peligro. Porque para el poder no hay nada mejor que sus propios enemigos. Claro, se podría argumentar que se trata de un problema de valores.
Pero también aquí hay un grosero error de
juicio. La repetida idea de que el Islam promueve la violencia, por lo cual es
necesario limitar, sino excluir a sus seguidores, soslaya el hecho de esa
religión tiene más de mil millones de seguidores y una infinitésima parte de
ellos cometan actos barbáricos, incluidos los fanáticos del Estados Islámico.
Por otra parte, leyes religiosas como la que manda ejecutar a pedradas a una
mujer infiel no están en el Corán sino en la Biblia; en ciertos pasajes, la
Biblia tolera y hasta recomienda la esclavitud y la sumisión y también el
silencio de las mujeres. ¿Alguien acusaría al cristianismo de ser una religión
racista, machista y violenta? Otra vez: no es la religión; es la cultura.
Pero la narrativa de la realidad es más poderosa que la realidad. Aquellos que identifican al Islam con la violencia no solo lo hacen por intereses tribales, por prejuicios raciales o culturales; también lo hacen porque desconocen o prefieren no recordar que las cruzadas que durante siglos arrasaron pueblos enteros en su camino de Europa a Jerusalén, es decir desde el mundo bárbaro hacia el centro civilizado de la época, no eran musulmanes sino cristianos, tan cristianos como cualquiera; que los inquisidores que torturaron y quemaron vivos a decenas de miles de personas durante siglos por el solo hecho de no observar el dogma, eran cristianos, no musulmanes; que las más recientes hordas del Ku Ku Klan son cristianos, no musulmanes; que Francisco Franco, Hitler y casi todos los sangrientos dictadores que en América Latina secuestraron, torturaron, violaron y mataron inocentes o culpables de disidencia solían concurrir a misa mientras la jerarquía eclesiástica de la época bendecía sus armas y sus acciones.
Pero seríamos intelectualmente bárbaros si basados en semejante pasado y presente terminásemos juzgado que el cristianismo es una religión violenta (así, en singular), una potencial amenaza para la civilización.
Los actuales actos de terrorismo
islamista no son solo la consecuencia de un largo desarrollo histórico.
Obviamente, deben ser condenados, perseguidos y sujetos de todo el peso de
nuestras leyes. Pero seríamos mortalmente ingenuos si creyésemos que nuestra
civilización está en peligro por ellos. Si está en peligro, es por nuestras
propias deficiencias, que incluyen a los oportunistas reaccionarios que esperan
las acciones del enemigo para expandir su control ideológico, político y moral
sobre el resto de sus propias sociedades.Pero la narrativa de la realidad es más poderosa que la realidad. Aquellos que identifican al Islam con la violencia no solo lo hacen por intereses tribales, por prejuicios raciales o culturales; también lo hacen porque desconocen o prefieren no recordar que las cruzadas que durante siglos arrasaron pueblos enteros en su camino de Europa a Jerusalén, es decir desde el mundo bárbaro hacia el centro civilizado de la época, no eran musulmanes sino cristianos, tan cristianos como cualquiera; que los inquisidores que torturaron y quemaron vivos a decenas de miles de personas durante siglos por el solo hecho de no observar el dogma, eran cristianos, no musulmanes; que las más recientes hordas del Ku Ku Klan son cristianos, no musulmanes; que Francisco Franco, Hitler y casi todos los sangrientos dictadores que en América Latina secuestraron, torturaron, violaron y mataron inocentes o culpables de disidencia solían concurrir a misa mientras la jerarquía eclesiástica de la época bendecía sus armas y sus acciones.
Pero seríamos intelectualmente bárbaros si basados en semejante pasado y presente terminásemos juzgado que el cristianismo es una religión violenta (así, en singular), una potencial amenaza para la civilización.
Para esa gente de nada importa que el
policía asesinado por defender a Charlie Hebdo fuese un musulmán ni que también
lo fuera el empleado de la tienda cosher que salvó a siete judíos
escondiéndolos en el refrigerador del comercio. Lo que importa es limpiar sus
países de “los otros”, de los “recién llegados”, como si los países tuviesen
dueños.
El terrorismo no se justifica con nada,
pero se explica con todo. Mirar a la historia, a más de un siglo de
intervencionismos y agresiones occidentales en Medio Oriente no es un detalle;
es un deber. Por dos razones: primero porque forma parte fundamental para
entender el presente; segundo porque el pasado diverso demuestra, sin duda, que
la violencia no es propiedad de ninguna religión sino de determinadas culturas
en determinados momentos bajo determinadas condiciones políticas y sociales.
-
Jorge Majfud es escritor uruguayo
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