Jorge Majfud
ALAI AMLATINA,.-
Umberto Eco, en alguna página de La definizione dell’arte (1968),
decía que un objeto cualquiera que encontramos en la calle se
resignifica al ser puesto en un museo. Su valor, artístico y semiótico,
radica en la descontextualización. Algo similar
habían entendido los formalistas rusos cuando a principios del siglo
pasado analizaron la importancia de la (¿cómo decirlo?)
agramaticalidad de un verso para arrastrar la atención del lector
en la palabra imprevista, inusual. De esa forma, un engranaje, un
sustantivo, cobraban un nuevo significado, más potente, más autónomo
(los modernistas hispanoamericanos ya habían experimentado
con esto en el siglo XIX).
Esta
dinámica semiótica se confirma en los fenómenos de la globalización
digital, donde interviene la fría indiferencia del fenómeno y la
insoportable tragedia
del dolor moral.
El
reciente video donde se muestra la reacción sin llanto ni lágrimas de
un niño víctima de los bombardeos aéreos en Alepo, Siria, se convirtió
en eso que tan
dudosamente se llama viral. Cada tanto el mundo se conmueve con estos
rostros de víctimas inocentes. Un caso similar fue el de Aylan Kurdi, otro niño sirio ahogado en el intento de sus
padres de llegar a las costas de Europa.
Ambas
tragedias tienen, obviamente, muchos elementos en común. Pero ambas
reacciones mediáticas también. Tanto en el caso del niño muerto en la
playa griega de
Kos como en el de Alepo, el elemento común que los convierte en
“virales” es la descontextualización, no en el descubrimiento de ninguna
verdad sobre las guerras en curso y los abusos ya tradicionales de la
fuerza.
Desde
la invasión de Irak y desde mucho antes (Vietnam, Líbano, Guatemala,
Palestina, Sahara Occidental, Sierra Leona, Nigeria… por nombrar sólo
unos pocos, los
más olvidados de los últimos años) hemos visto niños cubiertos de
polvo, despedazados y masacrados en números escandalosos. Ninguna de
esas imágenes produjo las reacciones en masa que hemos visto en los
últimos casos mencionados.
¿Por qué?
Bueno,
creo que no hace falta ser un genio para darse cuenta que la
explicación, más allá de moral, es psicológica. En ambos casos, los
niños extrapolaban sus
dramas (lejanos para Occidente y para el Oriente y el Medio Oriente
rico) a un contexto familiar, propio de países desarrollados o, al
menos, no en guerra. La playa de Kos era una playa europea, alejada del
conflicto; el guardia turco que lo recogió con sus
guantes de látex, podía ser alguien que conocemos de nuestras playas
occidentales.
Aún más evidente es el reciente caso de Omran, en Alepo.
El
primer elemento remarcable es la ausencia de llanto de Omran, la
constatación de estar herido al tocar su cara y ver su mano
ensangrentada. El gesto dolorosamente
humilde de ese pequeño inocente que, casi como si no debiera, se limpia
la sangre de su mano en el impecable sillón naranja y mira tímidamente a
su alrededor. Su gesto significa, aunque sea por aturdimiento o
confusión, todo lo que no esperaríamos de un niño
de cinco años: la ausencia de llanto en medio de una tragedia que
nuestros hijos nunca han vivido. Nuestros hijos saben llorar, y en un
mundo consumista prácticamente lloran por todo. Omran ni siquiera puede
darse el lujo de llorar.
Pero
vayamos a un elemento menos evidente, aunque es lo primero que vemos:
la composición de la imagen. El niño desdibujado por las heridas de los
escombros y
el polvo del ataque aéreo (cuyo objetivo era protegerlo; no vamos a
poner en tela de juicio el buen corazón de las potencias mundiales) es
sentado en un impecable sillón naranja, al lado de otros equipos
impecablemente naranjas de los socorristas.
De
por sí se establece un brutal contraste visual. Pero aún más marcado es
el contraste simbólico: la fragilidad, la inocencia, extrapolada a
nuestro mundo, el
mundo moderno, impecable, funcional --civilizado.
Por
transferencia simbólica, el niño pasa a ser uno de nuestros vecinos o
uno de nuestros propios familiares viviendo una tragedia que no podemos
contemplar sin
conmovernos, sin movernos a contribuir en algo para aliviar esa
tragedia, casi como alguien que le ofrece una aspirina a un enfermo de
cáncer. Con todo, quizás, éste es el lado más positivo de toda la
sensibilidad de aquellos que no viven en guerra.
Y,
sin embargo, casi por norma, luego de la catarsis que nos demuestra
todo lo bueno que somos, la mayoría siempre está dispuesta a olvidar o a
hundirse en la
inacción.
Me
dirán que el juicio de “la mayoría siempre está dispuesta a olvidar” es
injusto o arbitrario. Cierto, es muy difícil cuantificar este grupo; ni
siquiera podría
cometer la soberbia de excluirme. Sin embargo, a juzgar por la
interminable tradición de guerras y contraguerras, de invasiones e
intervenciones que normalmente preceden a las guerras civiles y a los
grupos terroristas que en consecuencia florecen y se multiplican
y luego justifican nuevas intervenciones y más bombas, parecería que,
efectivamente, el poder siempre cuenta con una mayoría de indiferentes
que cada tanto se conmueve hasta las lágrimas cuando descubre las
consecuencias de sus malas elecciones de las que
nunca llegan a aceptar ninguna responsabilidad.
- Jorge Majfud, PhD,
Jacksonville University. College of Arts and Sciences.Division of Humanities.
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