Jorge Majfud
ALAI AMLATINA, 03/06/2016.- Cuando
usted lanzó su candidatura presidencial por el partido republicano a
mediados del año pasado, con la intuición propia un empresario exitoso,
ya sabía qué producto vender.
Usted ha tenido el enorme mérito de convertir la política (que después
de la generación fundadora nunca abundó en intelectuales) en una
perfecta campaña de marketing comercial donde su eslogan principal
tampoco ha sido muy sofisticado: Los mexicanos que llegan
son violadores, criminales, invasores.
Nada nuevo, nada más lejos de la realidad. En las
cárceles de este país usted encontrará que los inmigrantes, legales o
ilegales, están subrepresentados con un cuarto de los convictos que les
corresponderían en proporción a la población
estadounidense. Por si no lo entiende: las estadísticas dicen que “los
espaldas mojadas” tienen cuatro o cinco veces menos posibilidades de
cometer un delito que sus encantadores hijos, señor Trump. Allí donde la
inmigración es dominante el prejuicio y el
racismo se incrementa y la criminalidad se desploma.
Verá usted, don Donald, que por siglos, mucho antes
que sus abuelos llegaran de Alemania y tuviesen un gran éxito en el
negocio de los hoteles y los prostíbulos en Nueva York, mucho antes que
su madre llegara de Escocia, los mexicanos
tenían aquí sus familias y ya habían dado nombre a todos los estados
del Oeste, ríos, valles, montañas y ciudades. La arquitectura
californiana y el cowboy texano, símbolo del “auténtico americano” no
son otra cosa que el resultado de la hibridez, como todo,
de la nueva cultura anglosajona con la largamente establecida cultura
mexicana. ¿Se imagina usted a uno de los padres fundadores encontrándose
un cowboy en el camino?
Cuando su madre llegó a este país en los años 30,
medio millón de mexicoamericanos fueron expulsados, la mayoría de ellos
eran ciudadanos estadounidenses pero habían tenido la mala suerte de que
la frustración nacional por la Gran
Depresión, que ellos no inventaron, los encontrase con caras de
extranjeros.
Esa gente había tenido cara de extranjeros y de
violadores (usted no fue el primero que lo supo) desde que Estados
Unidos tomó posesión (digámoslo así, para no ofender a nadie) de la
mitad del territorio mexicano a mediados del siglo
XIX. Y como esa gente, que ya estaba ahí, no dejaba de hablar un idioma
bárbaro como el español y se negaba a cambiar de color de piel, fueron
perseguidos, expulsados o simplemente asesinados, acusados de ser
bandidos, violadores y extranjeros invasores. El
verdadero Zorro era moreno y no luchaba contra el despotismo mexicano
(como lo puso Johnston McCulley para poder vender la historia a
Hollywood) sino contra los anglosajones invasores que tomaron sus
tierras. Moreno y rebelde como Jesús, aunque en las sagradas
pinturas usted vea al Nazareno siempre rubio, de ojos celestes y más
bien sumiso. El poder hegemónico de la época que lo crucificó tenía
obvias razones políticas para hacerlo. Y lo siguió crucificando cuando
tres siglos más tarde los cristianos dejaron de
ser inmigrantes ilegales, perseguidos que se escondían en las
catacumbas, y se convirtieron en perseguidores oficiales del poder de
turno.
Afortunadamente, los inmigrantes europeos, como sus
padres y su actual esposa, no venían con caras de extranjeros. Claro que
si su madre hubiese llegado cuarenta años antes tal vez hubiese sido
confundida con irlandeses. Esos sí
tenían cara de invasores. Además de católicos, tenían el pelo como el
suyo, cobrizo o anaranjado, algo que disgustaba a los blancos
asimilados, es decir, blancos que alguna vez habían sido discriminados
por su acento polaco, ruso o italiano. Pero afortunadamente
los inmigrantes aprenden rápido.
Claro que eso es lo que usted y otros exigen: los
inmigrantes deben asimilarse a “esta cultura”. ¿Cuál cultura? En un una
sociedad verdaderamente abierta y democrática, nadie debería olvidar
quién es para ser aceptado, por lo cual,
entiendo, la virtud debería ser la integración, no la asimilación.
Asimilación es violencia. En muchas sociedades es un requisito, todas
sociedades donde el fascismo sobrevive de una forma u otra.
Señor Trump, la creatividad de los hombres y mujeres
de negocios de este país es admirable, aunque se exagera su importancia y
se olvidan sus aspectos negativos:
No fueron hombres de negocios quienes en América
Latina promovieron la democracia sino lo contrario. Varias exitosas
empresas estadounidenses promovieron sangrientos golpes de Estado y
apoyaron una larga lista de dictaduras.
Fueron hombres de negocios quienes, como Henry Ford,
hicieron interesantes aportes a la industria, pero se olvida que, como
muchos otros hombres de negocio, Ford fue un antisemita que colaboró con
Hitler. Mientras se negaba refugio
a los judíos perseguidos en Alemania, como hoy se los niegan a los
musulmanes casi por las mismas razones, ALCOA y Texaco colaboraban con
los regímenes fascistas de la época.
No fueron hombres de negocios los que desarrollaron
las nuevas tecnologías y las ciencias sino inventores amateurs o
profesores asalariados, desde la fundación de este país hasta la
invención de Internet, pasando por Einstein y la
llegada del hombre a la Luna. Por no hablar de la base de las ciencias,
fundadas por esos horribles y primitivos árabes siglos atrás, desde los
números que usamos hasta el álgebra, los algoritmos, y muchas otros
ciencias y filosofías que hoy forman parte de
Occidente, pasando por los europeos desde el siglo XVII, ninguno de
ellos hombres de negocios, claro.
No fueron hombres de negocios los que lograron, por
su acción de resistencia y lucha popular, casi todo el progreso en
derechos civiles que conoce hoy este país, cuando en su época eran
demonizados como peligrosos revoltosos y antiamericanos.
Señor Trump, yo sé que usted no lo sabe, por eso se
lo digo: un país no es una empresa. Como empresario usted puede emplear o
despedir a cuantos trabajadores quiera, por la simple razón de que hubo
un Estado antes que dio educación
a esas personas y habrá un Estado después que se haga cargo de ellos
cuando sean despedidos, con ayudas sociales o con la policía, en el peor
de los casos. Un empresario no tiene por qué resolver ninguna de esas
externalidades, sólo se ocupa de su propio éxito
que luego confunde con los méritos de toda una nación y los vende de
esa forma, porque eso es lo que mejor sabe hacer un empresario: vender.
Sea lo que sea.
Usted siempre se ufana de ser inmensamente rico. Lo
admiro por su coraje. Pero si consideramos lo que usted ha hecho a parir
de lo que recibió de sus padres y abuelos, aparte de dinero, se podría
decir que casi cualquier hombre de
negocios, cualquier trabajador de este país que ha comenzado con casi
nada, y en muchos casos con enromes deudas producto de su educación, es
mucho más exitoso que usted.
El turco Hamdi Ulukaya era in inmigrante pobre cuando
hace pocos años fundó la compañía de yogures Chobani, valuada hoy en
dos billones de dólares. Algo más probable en un gran país como este,
sin dudas. Pero este creativo hombre
de negocios tuvo la decencia de reconocer que él no lo hizo todo, que
hubiese sido imposible sin un país abierto y sin sus trabajadores. No
hace muchos días atrás donó el diez por ciento de las acciones de su
empresa a sus empleados.
En México hay ejemplos similares al suyo. Pero
mejores. El más conocido es el hijo de libaneses Carlos Slim que,
tomando ventaja de las crisis económicas de su momento, como cualquier
hombre con dinero, hoy tiene once veces su fortuna,
señor Trump.
Señor Trump, la democracia tiene sus talones de
Aquiles. No son los críticos, como normalmente se considera en toda
sociedad fascista; son los demagogos, los que se hinchan el pecho de
nacionalismo para abusar del poder de sus propias
naciones.
La llamada primera democracia, Atenas, se
enorgullecía de recibir a extranjeros; ésta no fue su debilidad, ni
política ni moral. Atenas tenía esclavos, como la tuvo su país por un
par de siglos y de alguna forma la sigue teniendo
con los trabajadores indocumentados. Atenas tenía sus demagogos: Ánito,
por ejemplo, un exitoso hombre de negocios que convenció muy
democráticamente al resto de su sociedad para que condenaran a muerte a
la mente pensante de su época, Sócrates, por cuestionar
demasiado, por creer demasiado poco en los dioses de Atenas, por
corromper a la juventud con cuestionamientos.
Por supuesto que casi nadie recuerda hoy a Ánito y lo
mismo pasará con usted, al menos que redoble su apuesta y se convierta
en alguna de las figuras que en Europa pasaron a la historia en el siglo
XX por su exacerbado nacionalismo
y su odio a aquellos que parecían extranjeros sin siquiera serlo.
Seguidores siempre va a encontrar, porque eso también es parte del juego
democrático y, por el momento, no tenemos un sistema mejor.
Jorge Majfud es escritor uruguayo
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