ALAI AMLATINA, 14/04/2016.-
Si bien desde hace décadas, en instancias internacionales, los gobiernos
han asumido compromisos para lograr un planeta que garantice una
alimentación digna para todos y todas, el hambre perdura como un asunto
crítico irresuelto. En 1974, la Conferencia Mundial
de las Naciones Unidas sobre la Alimentación, precisamente, estableció
como objetivo: “dentro de una década ningún niño se irá a dormir con
hambre… ningún ser humano se verá afectado por la desnutrición”.
Hoy, alrededor de 795 millones de personas
padecen hambre en el mundo. Más de 34 millones son de América Latina y
el Caribe, región que produce y exporta más alimentos en el planeta,
pero también donde hay mayor desigualdad
e injusta distribución de la riqueza. Según declaraciones de José
Graziano da Silva, Director General de la FAO, en la XXXIV Conferencia
Regional de este organismo, realizada en México del 29 febrero al 3
marzo de 2016, se acordó “acabar con el hambre y la
malnutrición en menos de diez años”.
Buenos propósitos, magros resultados. ¿Por
qué? Por insistir en soluciones erradas, pero que benefician con creces
a los grandes intereses que se mueven en este campo sobre la base,
entre otros, de dos mitos: la escasez
y el incremento de la producción y la eficiencia. La realidad es que
no hay falta de alimentos, pues el sector campesino está en capacidad de
producir alimentos para todo el mundo, pero sí abundantes intereses
mercantiles en la alimentación que se traduce
en una distribución inequitativa.
En los años ’60, como “solución” se impulsa la llamada
revolución verde de la agricultura que con el tiempo terminó por
establecer un reparto cada vez más injusto, la pérdida de diversidad
biológica y de suelos fértiles, y una creciente dependencia alimentaria
supeditada al agronegocio. Y, hoy, como relevo,
se pretende dar continuidad a lo mismo a partir de una nueva revolución tecnológica:
la biotecnología asociada a la ingeniería genética, impulsada por un
puñado de corporaciones que busca el control monopólico del sistema
alimentario global.
De hecho, desde la década de los ’90
asistimos a una nueva fase del capitalismo hegemonizada por el capital
financiero y las corporaciones transnacionales[1],
que pasan a controlar la producción y el comercio mundial de las
principales mercancías. Situación que repercute en cambios
estructurales en la producción agrícola, debido al despliegue de un
nuevo modo de producir basado en el monocultivo, con el uso extensivo
de la tierra y la búsqueda de la mayor escala posible, el empleo
intensivo de agrotóxicos y de la mecanización, y la imposición de
semillas propietarias y transgénicas.
En esta nueva fase, se va diluyendo la
distinción entre banca y empresas comerciales de materias primas, al
tiempo que los bienes comunes –como la tierra, el agua, la energía, los
minerales, etc.- se tornan en meras mercancías.
Y es así que la presencia de actores financieros en el sistema
alimentario global ha dado pábulo para que se monte la manipulación
especulativa del mercado de alimentos, porque ahora éstos se transan en
las bolsas de valores internacionales. ¿Se acuerdan
de la crisis alimentaria que explotó en 2008?
Una alternativa político-estratégica
Reivindicando el principio que la
alimentación es un derecho humano y no una mercancía más, el movimiento
internacional Vía Campesina propone la noción de la
soberanía alimentaria como alternativa político-estratégica al
agronegocio y su matriz socialmente injusta; económicamente inviable;
subordinada a grandes corporaciones (cuyo propósito es el incremento de
sus ganancias), insustentable para el medio ambiente;
y con una producción de alimentos con graves consecuencias para la
salud[2].
Esta propuesta aborda cuestiones
estructurales para impulsar un modelo de producción alternativo, como el
uso de la tierra y el territorio, la apropiación y gestión de los
recursos, la agroecología, el comercio local e internacional,
el desarrollo sostenible, la acción participativa, derecho a la
alimentación, etc.
Específicamente, para la Vía Campesina, la
soberanía alimentaria es el derecho de la población a producir y
consumir comida saludable y culturalmente adecuada, obtenida con métodos
ecológicamente sostenibles; lo que solo
es posible si se fortalece la agricultura campesina y sus sistemas de
producción. En tal sentido, abarca y supera el concepto de seguridad
alimentaria planteada por la FAO –que hace referencia sólo a la
disponibilidad y acceso a los alimentos para combatir
el hambre– y el derecho a la alimentación.
Es decir, no se trata únicamente de producir
una cantidad de alimentos que permita dar de comer al conjunto de la
población, tal como se define la seguridad alimentaria, sino también de
contemplar la calidad de esa producción,
es decir, definir qué, dónde, cómo y cuánto se produce, que son las
preguntas que hay que responder a través de la construcción de la
soberanía alimentaria.
Por lo mismo, la soberanía alimentaria
incorpora el derecho de los pueblos a definir sus propias políticas y
estrategias sustentables de producción, distribución y consumo de
alimentos que garanticen el derecho a la alimentación
para toda la población, con base en la pequeña y mediana producción,
respetando sus propias culturas y la diversidad de los modos campesinos,
pesqueros e indígenas de producción agropecuaria, de comercialización y
de gestión de los espacios rurales, en los
cuales la mujer desempeña un papel fundamental.
Integra, igualmente, componentes multiétnicos
y culturales, la gestión del territorio, la prioridad a la alimentación
de la población local y de los sectores más vulnerables, la reforma
agraria, la agroecología, comida sana,
la protección de las semillas criollas, políticas de distribución de
alimentos no sometidas a las exigencias del mercado, rescate de saberes
tradicionales, capacitación, y mucho más.
Principios clave
La soberanía alimentaria, en síntesis[3], se
expresa en los siguientes principios:
• Los alimentos no son mercancía; deben ser suficientes, nutritivos y culturalmente adecuados para los pueblos y las comunidades.
• Los/as
productores/as de alimentos, mujeres, hombres, pequeños agricultores,
pueblos indígenas, pescadores artesanales, habitantes de los bosques y
trabajadores/as agrícolas, deben ser revalorizados/
as por ser actores y actrices claves para su construcción; no deben ser
subestimados por políticas ni programas que los/as colocan sólo como
destinatarios/as de políticas asistencialistas.
• Quienes
producen y consumen alimentos deben ser el centro de la toma de
decisiones sobre las cuestiones alimentarias, rechazando los acuerdos y
prácticas que otorgan poder a las corporaciones
transnacionales para decidir sobre nuestra alimentación.
• La producción
de los alimentos debe ser localizada para evitar enormes
desplazamientos hasta llegar a los/as consumidores/as y el control del
sistema alimentario debe ser local. Los/as productores/
as y la propia comunidad tienen que tener el control sobre el
territorio, las semillas y demás bienes comunes, con el propósito de
evitar su privatización y preservar la biodiversidad.
• La soberanía
alimentaria recupera las habilidades y los conocimientos tradicionales
del campesinado y las comunidades indígenas, favoreciendo su transmisión
a las generaciones futuras.
• El sistema
alimentario debe interactuar con la naturaleza, respetando sus ciclos,
para lo cual son necesarios métodos de producción agroecológica que
maximizan las funciones beneficiosas de
los ecosistemas. Esta característica implica un claro rechazo a los
monocultivos, las explotaciones ganaderas de factoría y la
industrialización a gran escala.
Las organizaciones del campo identifican, a
la vez, diversos factores que limitan el avance en la práctica de este
modelo alternativo. Éstos incluyen, entre otros, las distancias entre
producción y consumo, en las ciudades,
junto a la cultura consumista centrada en los centros comerciales y los
supermercados. Además, los sectores sociales urbanos de bajos ingresos
no siempre están en posibilidad de permitirse pensar en una buena
alimentación, cuando lo primordial es llenar el
estómago, y al menor costo.
Mientras las experiencias de construcción de
la soberanía alimentaria han avanzado principalmente en comunidades
locales u organizaciones sociales, en la mayoría de casos aún no se han
desarrollado suficientes estrategias
específicas, instrumentos jurídicos ni infraestructura que permitan
pensarla a niveles geográficos más amplios, provinciales o nacionales.
Por ello, la soberanía alimentaria implica
considerar a la alimentación no como una cuestión personal y dependiente
del poder adquisitivo, sino como un sistema alimentario que implica un
proceso complejo que abarca la producción,
el transporte, la comercialización, el consumo, las políticas
económicas, sociales y científicas y las acciones de los movimientos
sociales y de consumidores, que hacen que el alimento sea considerado un
derecho.
Desde hace más de dos décadas, la Vía
Campesina y otras entidades aliadas han venido desarrollando este
concepto desde la teoría y la práctica, a nivel mundial, proceso que se
ha plasmado en una serie de planteamientos y
posiciones de consenso que se han venido afinando y que se ve reflejado
en los acuerdos sucesivos de una serie de eventos internacionales.
Un logro importante en el escenario
internacional es que se ha colocado el tema de la soberanía alimentaria
en las Naciones Unidas e incluso en las constituciones y políticas
públicas de algunos países. Sin embargo, como
suele suceder en tales casos, el sentido mismo del término “soberanía
alimentaria” está en disputa, en vista de que las instituciones que lo
adoptan luego pueden tratar de vaciar el contenido político, como está
sucediendo en la FAO, cuando se lo pretende
equiparar al concepto de agricultura familiar.
- Texto introductorio de la edición de abril 2016 de la revista
América Latina en Movimiento (No. 512) de ALAI, titulada “Por los caminos de la soberanía alimentaria”.
http://www.alainet.org/es/revistas/512
[1] João Pedro Stedile
y Osvaldo León, Reforma Agraria Popular: “Una alternativa al modelo del capital”,
En el año de la agricultura familiar: Políticas y alternativas en el agro, Revista América Latina en Movimiento Nº 496, ALAI, junio 2014.
[2]
Basta constatar las
cifras de la población afectada por la desnutrición, por un lado, y las
referidas a quienes crecientemente padecen obesidad, por otro; y bien
se puede añadir también las que dan cuenta del desperdicio de
alimentos. Según la FAO, con los alimentos que se pierden
en la región se podría alimentar al 37% de quienes sufren hambre.
[3]
Patricia Agosto y Marielle
PalauHacia la construcción de la Soberanía Alimentaria. Desafíos y
experiencias de Paraguay y Argentina, Asunción, BASE-IS, Equipo de
Educación Popular Pañuelos en Rebeldía, CIFMSL, diciembre 2015.