Jorge Gonzalorena Döll
Como
cualquier persona medianamente informada sabe, la dictadura, apoyada en
un intenso despliegue de métodos terroristas y en exclusivo provecho
del gran capital,
arrasó con los derechos sociales antes conquistados por los
trabajadores en los ámbitos laboral, previsional, educacional y de la
salud pública, reduciendo los salarios, precarizando el empleo,
imponiendo un sistema previsional de capitalización individual
administrado a su antojo por el gran capital, privatizando de manera
creciente el sistema escolar y universitario y también el sistema de
salud.
Desde
luego, nada de esto fue hecho por casualidad o por razones de eficacia o
eficiencia social, como falazmente argumentaron los apologistas del
modelo neoliberal,
sino para beneficiar a los sectores más ricos y poderosos de la
población, alivianando sustantivamente la carga de impuestos con la que
debían contribuir a financiar estos servicios en su calidad de bienes
públicos. Además, al dejar de considerar un deber
del Estado la provisión de estos servicios, se crearon nuevos nichos de
negocios que, orientados a maximizar sus utilidades, solo pueden
hacerlo a expensas de la calidad de las prestaciones que brindan.
En
efecto, al tener el afán de lucro como objetivo supremo, en la
provisión de estos servicios se generan numerosos incentivos perversos
que minan la calidad y confiabilidad
social de los mismos. Surgen así, por iniciativa y con la activa
protección del Estado, nuevos mercados, centrados en actividades
altamente seguras y rentables para los inversionistas, basados en la
existencia de públicos segregados que pueden permanecer cautivos
por largos periodos de tiempo, permitiéndoles a las empresas proyectar
sus negocios con una tranquilidad inexistente en los mercados de
carácter más tradicional.
Tomemos
el ejemplo de una universidad. En este sistema mercantilizado, su
fuente de ingresos son los aranceles que cobra a sus estudiantes,
debiendo esforzarse por
captar y luego retener al mayor número posible de “clientes”, aun
cuando para ello deba minimizar permanentemente los niveles de
rendimiento académico exigidos. Además, para ampliar sus márgenes de
utilidad, debe contar con una planta académica lo más reducida
posible, cubriendo la mayor parte de sus cursos con profesores
laboralmente precarizados, contratados a honorarios y por montos más
bien modestos. ¡Para qué hablar de la posibilidad de fomentar el
desarrollo de nuevos conocimientos de real interés social!
Este
ha sido y continúa siendo el tema clave, que explica la tenaz
resistencia de los ricos a que el sistema sea realmente reformado para
que el Estado vuelva a asumir
su deber de garantizar la provisión de educación y salud como derechos
sociales de la población. Es evidente que la creciente disminución de la
intervención del Estado en estos ámbitos y el continuo aumento de la
privatización y mercantilización de los servicios
correspondientes ha reducido la magnitud de los fondos requeridos para
financiar el gasto público, pero ello se ha hecho a expensas de un
enorme perjuicio social que en definitiva se traduce en un fuerte
incremento de la desigualdad.
Lo
cierto es que hoy tenemos en Chile un sistema educativo que, en
comparación con el de otros países, absorbe demasiados recursos, con un
aporte mínimo del Estado,
y que arroja pobrísimos resultados en el plano estrictamente formativo,
encontrándose además fuertemente segregado. En suma, un desastre por
dónde se le mire, que sólo invoca a su favor el aumento de la cobertura,
pero que si se la compara con la de otros
países de la región se puede constatar de inmediato que corresponde a
una tendencia universal y con logros mucho mayores en países que cuentan
con sistemas educativos fuertemente basados en el gasto público, como
por ejemplo en Argentina, Venezuela o Cuba.
Si
a ello le agregamos los altísimos niveles de endeudamiento que pesan
sobre numerosas familias de ingresos bajos y medios, el obsceno e
injustificado traspaso de
fondos públicos a la banca privada a través del Crédito con Aval del
Estado (CAE), la falta de control con que operan impunemente grandes
empresas transnacionales del negocio educativo, la precarización de los
empleos que afecta a la mayor parte de los académicos
y funcionarios de las universidades, tanto públicas como privadas, y la
falta de participación democrática real de las comunidades
universitarias en el gobierno de las instituciones de educación
superior, se comprende la intensa indignación que todo ello suscita
entre los estudiantes y sus familias.
Frente
a ello la casta, a todas luces venal, que domina el escenario político
ha levantado una serie de falacias para intentar deslegitimar la lucha
de los estudiantes.
Lo más escuchado en estos días de boca de numerosos "expertos",
incluido el actual Ministro de Hacienda, y repetido acríticamente por
conductores de los medios de comunicación, es que no se puede financiar
la gratuidad universal de la educación a todos sus
niveles, incluido el universitario, porque sencillamente los recursos
del país no alcanzan. Pero el hecho es que países con mucho menos
recursos que Chile, como Cuba por ejemplo, lo han hecho y con excelentes
resultados educativos.
Como
ya dijimos, lo que ocurre es que en Chile tenemos un presupuesto
público que tras el golpe se vio drásticamente reducido para permitir
que los grupos más poderosos
pudiesen apropiarse tranquilamente de una proporción exorbitante de la
riqueza generada en el país sin tener que contribuir de manera efectiva a
financiar los requerimientos de la sociedad. Más aún, el peso de los
impuestos se dejó caer preferentemente sobre
los hombros de los sectores de ingresos bajos y medios, liberando o
alivianando por distintas vías la carga de los de mayores ingresos.
Basta observar la magnitud de los privilegios tributarios de que
actualmente goza la gran minería.
Es
por ello que hoy tenemos en Chile un sistema tributario profundamente
regresivo, es decir, un sistema de impuestos que, en relación a sus
ingresos, grava proporcionalmente
más a los sectores más pobres o medios que a los sectores más ricos de
la población. Junto a los bajos salarios, eso es lo que explica la gran
desigualdad social actualmente existente en el país. Y ello sin
considerar la causa última y decisiva, que es la
extrema desigualdad en la distribución de la riqueza, creada y
recreada permanentemente por una economía basada en la apropiación
privada de los medios de producción y empujada y guiada en su
funcionamiento por el afán de lucro, es decir, una
economía capitalista.
Evidentemente
no sería decente que se intentara aumentar la ya pesada carga de
impuestos que pesa sobre los más pobres. Por el contrario, esa carga
debiese aligerarse,
liberando de impuestos a los artículos de primera necesidad. Y en esto
se apoya el discurso hipócrita de quienes sostienen que la gratuidad
universal no solo no sería posible sino tampoco deseable porque sería
socialmente regresiva ya que obligaría a que los
más pobres pagasen la educación de los más ricos. Y claro, es evidente
que no corresponde, ya que ello sería profundamente inmoral, que los más
pobres pagasen la educación de los más ricos. Y por eso la solución no
consiste en que la carga tributaria sea aumentada
por la vía de elevar la tasa del IVA o ampliar la base del Impuesto a
la Renta, medidas que evidentemente tornarían aun más regresivo el
sistema tributario.
Pero
lo que todos estos "expertos" deliberadamente callan es que esa no es
la única forma de hacerlo. La carga tributaria no solo se puede sino
que, por elementales
criterios de justicia, se debería aumentar significativamente, elevando
la hoy muy ligera carga tributaria que grava los ingresos de los
sectores más ricos. Es decir generando una manera efectivamente
solidaria de aumentar y financiar el presupuesto público.
Ello no solo permitiría proveer los recursos necesarios para que el
Estado financie una oferta pública universal de educación de calidad
sino también cubrir otras necesidades urgentes como la de proveer una
oferta pública universal de salud tan imperativamente
necesaria hoy en el país.
Y
ello, al revés de lo que dice el discurso hipócrita de la clase
dominante, permitiría que los ricos no solo se limiten, como hoy lo
hacen, a financiar de manera
temporal la educación de sus propios hijos, sino que contribuyesen a
financiar también, de manera sustantiva y permanente, la educación de
los hijos de las numerosas familias que no tienen los medios necesarios
para ello. Y si luego en calidad de profesionales
todos aquellos jóvenes a los que la sociedad ha financiado
solidariamente sus estudios logran acceder a altos niveles de ingreso,
por la vía de un sistema tributario progresivo se verían obligados a
aportar también una contribución proporcional a ellos para
el financiamiento permanente del gasto público.
Esto
es lo mínimo que debiésemos esperar en una sociedad regida por
elementales criterios de justicia. Pero para las voces del actual
establishment neoliberal y para el gobierno supuestamente
"progresista" de la "Nueva Mayoría" ¡ni qué hablar de modificar el
actual sistema tributario, recientemente maquillado con la ridícula
reforma obscenamente "cocinada" en los oscuros conciliábulos
del Senado!
- Jorge Gonzalorena Döll es Sociólogo e Historiador Económico chileno.
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