domingo, 7 de agosto de 2016

Comunicación y política: la imposibilidad de separarlas

María Cristina Mata
 
Resultado de imagen para POLITICA Y COMUNICACIONALAI AMLATINA.- Hace alrededor de 15 años, uno de los más lúcidos intelectuales argentinos, Sergio Caletti, señalaba que una de las dificultades para pensar críticamente las vinculaciones y entrecruzamientos entre los fenómenos comunicacionales y políticos era la naturalidad misma de esos cruces aunada a la persistencia de una “concepción en última instancia técnica de la comunicación y la política”[1]; es decir, a la identificación de la comunicación con estrategias de producción y diseminación de mensajes y de la política con un aparato o maquinaria social y, por consiguiente, como institucionalidad regulada.
 
A pesar de las muchas complejizaciones realizadas desde entonces, ese modo de pensar la comunicación y la política sigue hoy predominando. Esa persistencia se refleja en las numerosas producciones que se interrogan acerca del modo en que la comunicación –en términos de tecnologías y estrategias- afecta a la política en términos de actividad institucionalizada. Así proliferan los estudios que culpan a medios y tecnologías del deterioro de la política convertida en espectáculo o entretenimiento o, en las antípodas, los que auguran avances democratizadores y participativos gracias a las redes y la interactividad.
 
No es posible superar esas perspectivas restringidas y dicotómicas si se opera con concepciones instrumentales de la comunicación y la política. El horizonte se modifica, en cambio, cuando además de tener en cuenta las dimensiones institucionales de la política –sus organizaciones, sus momentos de deliberación y decisión-, la pensamos como esfera y práctica de la vida colectiva en la cual se diseñan y discuten los sentidos del orden social, es decir, los principios, valores y normas que regulan la vida en común y los proyectos de futuro. Y se modifica cuando, sin negar sus dimensiones operativas, pensamos la comunicación como esos complejos intercambios a través de los cuales los individuos y grupos sociales producimos significaciones en permanente tensión y confrontación. Es en ese tipo de nociones que se sostiene la sexta tesis de aquel texto de Caletti, que afirmaba que la comunicación constituye la condición de la política en un doble sentido: porque no puede pensarse el quehacer de la política como discusión de ideas sin actores que discutan, y porque no puede pensarse esa práctica en términos de construcción de proyectos de futuro sin la colectivización de intereses y propuestas.
 
Esa particular y necesaria articulación entre comunicación y política se produce hoy en un espacio público constituido tanto por lo que yo he llamado “la plaza”, es decir, los espacios tradicionales de agregación y acción colectiva –espacios que van adquiriendo nuevas formas con el paso del tiempo-, y “la platea”, es decir, las prácticas mediáticas que se sostienen en nuestra condición de públicos de medios y usuarios de tecnologías de información y comunicación[2]. Ese espacio público mediatizado es uno de los ámbitos principales donde se dirimen hoy las luchas por el poder político, las luchas por la conducción de la sociedad, que no son independientes del poder comunicativo-cultural, es decir de la posibilidad de construir ideas hegemónicas. Una posibilidad en la que intervienen decididamente los dispositivos técnicos que permiten la aparición y representación mediática de temas y actores. De ahí que John Thomspon postule que “la lucha por hacerse oír y ver (y de evitar que otros hagan lo mismo) no es un aspecto periférico de las conmociones sociales y políticas del mundo moderno; todo lo contrario -dice Thompson-, es su característica central”[3].
 
En nuestras sociedades latinoamericanas, que a pesar de la institucionalidad democrática están atravesadas por desigualdades y exclusiones notorias, esas luchas por hacerse ver y oír, que son luchas contra quienes buscan impedirlo, no son nuevas. Se expresaron históricamente tanto en la resistencia de los pueblos originarios como en las búsquedas culturales alternativas. Sin embargo, en lo que va de este siglo, varios países de nuestro continente han sido escenario de unos particulares esfuerzos por someter a discusión los sistemas de medios masivos y sus regulaciones legales, transformando los derechos a la comunicación en una de las problemáticas donde con más fuerza se expresan las luchas por el poder.
 
Puedo sostener esa afirmación en las confrontaciones que se vivieron y se viven aún hoy en Argentina en torno a la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual o a las que se han dado y se dan en otros países de la región, como Ecuador o Uruguay, en el mismo sentido. Esas confrontaciones se articularon en muchos casos con una larga tradición de medios populares, alternativos y comunitarios construidos desde la necesidad y vocación de recuperar la capacidad y legitimidad de expresarse, tanto para minorías excluidas pero también para las mayorías desposeídas de las condiciones necesarias para acceder a medios y tecnologías. En todos esos casos es posible reconstruir discursos y prácticas que identifican claramente intereses antagónicos y sus consecuentes justificaciones ideológicas: es decir, intereses encontrados que afirman o niegan la universalidad de los derechos a la comunicación. Y es ahí donde la articulación comunicación-política se revela con inédita potencia, socavando como nunca antes aquellas alardeadas nociones de independencia y objetividad de los medios que integran los sistemas masivos de comunicación.
 
Más allá de las características particulares de cada uno de nuestros países, la existencia de situaciones monopólicas u oligopólicas que lejos de disminuir se acrecientan con los procesos de desarrollo y convergencia tecnológica, produce efectos bien conocidos: agendas únicas, voces concentradas, insuficientes espacios para la expresión y representación de diferentes actores y sectores sociales y políticos. Pero además, esas empresas que buscan acaparar para sí los derechos a la comunicación que son del conjunto de la sociedad, no encubren ya sus motivaciones y estrategias en las luchas por el poder. De manera desembozada intervienen como un actor político que propone ideas y proyectos, que convoca a participar o a abstenerse de hacerlo, que denuncia o apaña a personajes políticos o empresariales, que promociona candidatos o los estigmatiza, que enjuicia a los movimientos sociales que confrontan el orden establecido, que juzga a la mismísima justicia aunque ella –en muchos de nuestros países- no sea precisamente aquella dama ecuánime con ojos vendados, sino un instrumento más de construcción de inequidad. Los casos del multimedio Clarín en el reciente proceso electoral argentino y el de la Red Globo en el proyecto destituyente que se gesta en Brasil, son ejemplos claros de este nuevo papel.
 
Sin embargo, no creo que sea adecuado afirmar que la política se “hace” hoy en los medios masivos de comunicación, cargando ese hacer de un contenido negativo o perverso. Históricamente, las construcciones políticas tuvieron dimensiones interactivas y recurrieron a medios expresivos. Siempre la política fue acción práctica y discursiva. Lo que hoy ocurre es que se han producido transformaciones que es necesario comprender para poder actuar sin complacencia pero sin melancolía. Por un lado, como ya señalé, el hecho de que prácticamente sin intermediaciones, sin velos, las corporaciones mediáticas han asumido su innegable participación en la construcción de democracias formales y excluyentes. Por otro, el hecho de que las instituciones políticas –pienso en los partidos, los poderes del Estado, las campañas y procesos electorales- se han transformado en el marco de lo que se ha dado en llamar “democracia demoscópica”[4]; un orden democrático donde la opinión pública mediática y las técnicas de medición y predicción de comportamientos sociales cobran peso decisivo en definiciones estratégicas y tácticas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario