Pedro Cagigal
ALAI AMLATINA,
12/05/2015.- Muchas palabras se han ido
incorporando al discurso de activistas y políticos desde la popularización de
los medios digitales: libre, abierto, compartir, transparencia, red y
demás. Si bien parte del léxico parece
afín a la izquierda y ha sido promovido como tal, en realidad estos términos
transitan indiscriminadamente en los más variados discursos políticos.
En lo que parece ser un giro
del capitalismo, vemos como compañías basadas en lo digital empiezan a ganar
terreno a las usuales corporaciones predominantes de banca, minería y
petróleo. En diciembre 2014, Apple reportó
el mayor ingreso trimestral generado por una corporación en la historia. En 2013, WhatsApp, una compañía con cerca de
50 empleados y una infraestructura pequeña, fue adquirida por Facebook por 19
mil millones de dólares (12 de los cuales fueron pagados con acciones). Mark Zuckerberg (co-fundador de Facebook)
pagó no solo por el nombre y la red establecida, sino también por la
información de sus 400 millones de usuarios, o mejor dicho, por esos usuarios;
y así, por la eliminación de la competencia.
Hay muchos ejemplos de este tipo de adquisiciones y fusiones, muchas
startups están diseñadas para ser compradas por grandes corporaciones. Esta nueva cara del capitalismo revela la
tendencia hacia la estructuración en monopolios de la economía digital y
cognitiva. Recordemos que cuando
hablamos de propiedad intelectual, hablamos de monopolios legales sobre
conocimientos, saberes y productos culturales.
En la bolsa, las compañías
dependen de la valoración abstracta y especulativa de su marca –propiedad
intelectual–. Esta valoración está atada
a la infraestructura y reputación de la empresa (tamaño, eficiencia, mercado y
capital simbólico), pero también tiene que ver con la ‘posesión’ y monopolio de
conocimientos e información. El
acaparamiento, clasificación y nuevos sistemas de análisis de datos masivos son
la tendencia, así mismo, la acumulación de patentes. La economía digital se ha estructurado en
base a la transacción comercial de la información e innovación generada,
recopilada y apropiada. Mucho de este
comercio se hace bajo las normas de propiedad intelectual internacional:
patentes, marcas y copyright. Sin
embargo, la información que producimos al navegar, e incluso parte de lo que
voluntariamente dejamos en diversas aplicaciones en la red, no está sujeta a
reclamo de autoría, sino a los términos y condiciones de cada sistema. En resumen: si usas esta tecnología, aceptas
obligatoriamente todas las condiciones impuestas (incluso a entregar tu alma
inmortal, como una aplicación de videojuegos británica irónicamente incluyó en
sus términos de uso).
Términos
en disputa
Después de las revelaciones
de Edward Snowden sobre la vigilancia masiva de la NSA y la GCHQ (agencia de
seguridad de Inglaterra), la privacidad y la seguridad se han convertido en los
principales términos en la opinión pública para abordar la noción de derechos
digitales. La economía cognitiva
pregunta: ¿está dispuesto a pagar por los servicios que antes eran gratuitos si
le ofrecemos mejor seguridad? Así, los
derechos digitales, antes de ser plenamente establecidos, comienzan a ser
entendidos como mercancía. Pero más allá
de los importantes derechos a la intimidad, confidencialidad de datos y honra
pública, también podríamos cuestionarnos si tenemos derecho a decidir sobre la
comercialización de nuestros datos a terceros fuera de la lógica del todo o
nada. En caso de venta, ¿tenemos un
derecho de beneficio? En la lógica de
las aplicaciones ‘gratuitas’, el servicio se da a cambio de nuestra
información, ese es el acuerdo. Pero
examinando el poder y el tamaño que están adquiriendo unas pocas empresas en
Internet, y el enorme potencial de esa información, podríamos cuestionarnos
como sociedad y como Estados si este es un intercambio justo.
En 1950, el antropólogo
Marcel Mauss planteó, a partir del estudio de economías ancestrales, su noción
de Economía del Don. Dar o aceptar un
regalo, más allá de un acto solidario, constituía un ejercicio de poder e
interés, que de alguna manera ataba a quién daba y a quien recibía. Desde la teoría marxista, Tristana Terranova
parte de esta noción y nos habla de ‘labor gratuita’, una nueva forma de
explotación laboral en lo digital, en que toda nuestra interacción es
comercializable, incluso, el trabajo voluntario por el bien común acaba
beneficiando directa e indirectamente a las grandes compañías. Muchas de éstas colaboran con el desarrollo
de software libre y abierto a través de financiamiento y talento humano,
usualmente ofreciendo flexibilidad laboral a sus programadores. Si Linux-Ubuntu es uno de los sistemas
operativos más usados del planeta es porque Google, y su importante porcentaje
de computadoras, corre bajo Goobuntu, su versión adaptada.
Se vuelve complicado oponer
ideológicamente lo libre, lo abierto y lo privativo, y demarcar una derecha e
izquierda claras. Los términos digitales
se vuelven términos en disputa. Sin
duda, el software libre ha detonado nuevas dinámicas de organización
productiva, nuevos sistemas de negocio, ha promovido actitudes autodidactas y
generado comunidades políticas, incluso partidos como el Pirate Party. Pero el libre también está cargado de una
ideología liberal de desregularización.
Por su parte, el software abierto, manteniendo la idea de código
accesible, adoptó una actitud más pragmática y flexible hacia el mercado. Para Nathaniel Tkacz[1] el abierto se basa en
los mismos valores que las democracias neoliberales: libertad, individualismo,
competencia e intercambio. Lo abierto oculta
sus cierres; como colaborador en software puedes acceder al código solo si
tienes los conocimientos y herramientas, puedes escoger entre ciertas tareas,
no puedes cambiar la estructura de distribución de labores, ni menos la de
negocios. Con lo transparente, sucede igual: puede ser sinónimo de honestidad,
pero también tiene la connotación de la vigilancia permanente y su subsecuente
disciplinamiento interno a través de la mirada de otros. La misma noción de la economía del compartir
(sharing economy) se ha convertido en el capital simbólico de un puñado de
empresas –millonarias– de Silicon Valley, como Uber.
Formas
de propiedad
Suena un tanto desalentador
que todo el potencial de participación social a través de la red acabe
revitalizando al capitalismo; sin embargo, no hay que desmerecer lo que estos
mecanismos han generado: nuevas formas de organización social a través del
trabajo solidario, el conocimiento y los intereses compartidos, creando
comunidades no determinadas por geografía y no condicionadas a intereses
comerciales. También se puede decir,
como Martín Petersen[2] argumenta, que el gran aporte del software libre es la
posibilidad de pensar en distintas formas de propiedad: el copyleft establece
un tipo de propiedad que se mantiene en el dominio público, las licencias
Creative Commons (CC) dan diversas opciones para la difusión creativa sin
truncar su capacidad de comercialización.
Pero además de estos ejemplos, podemos pensar que la propiedad
intelectual puede ser definida de muchas otras maneras a través de
licenciamientos nuevos. Y ahí el CC y
copyleft se quedan cortos en poder generar también licenciamientos
comunitarios, asociativos, nacionales o regionales, con enfoques en los saberes
de las comunidades ancestrales, o específicos para la música o el cine. La forma en que definimos nuestras
propiedades creativas influencia directamente nuestros modelos de negocios y
asociaciones de trabajo, como lo ha demostrado el software.
Pensar en nuevos
licenciamientos, nuevas propiedades menos monopólicas, no solo nos genera
alternativas al actual sistema global de propiedad intelectual –pilar del
neoliberalismo–, sino que también puede plantear cambios al Estado. La defensa de la propiedad privada ha
definido el rol del Estado capitalista; alterar el sentido de propiedad, esta
propiedad ‘inmaterial’ motor de la nueva economía, y hacer que el Estado
reconozca responsabilidades sobre otras posibles propiedades –públicas,
comunitarias, asociativas– es un medio para alterar la lógica misma del Estado.
Notas:
[1] Tkacz, N. (2012). From open source to open
government: A critique of open politics. Ephemera, 12(4), 386.
[2] Pedersen, M. (2010). Free culture in context:
Property and the politics of free software. The commoner, (14), 40-136.
- Pedro Cagigal actualmente
es investigador de procesos de ciencia y tecnología en América Latina para
FEDAEPS, Quito. Posee una maestría en
Cultura y Sociedad Digital.
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