María Cristina Mata
ALAI AMLATINA.- Hace
alrededor de 15 años, uno de los más lúcidos intelectuales argentinos,
Sergio Caletti, señalaba que una de las dificultades para pensar
críticamente las vinculaciones y entrecruzamientos
entre los fenómenos comunicacionales y políticos era la naturalidad
misma de esos cruces aunada a la persistencia de una “concepción en
última instancia técnica de la comunicación y la política”[1];
es decir, a la identificación de la comunicación con estrategias de
producción y diseminación de mensajes y de la política con un aparato o
maquinaria social y, por consiguiente, como institucionalidad regulada.
A pesar de las muchas complejizaciones realizadas
desde entonces, ese modo de pensar la comunicación y la política sigue
hoy predominando. Esa persistencia se refleja en las numerosas
producciones que se interrogan acerca del modo
en que la comunicación –en términos de tecnologías y estrategias-
afecta a la política en términos de actividad institucionalizada. Así
proliferan los estudios que culpan a medios y tecnologías del deterioro
de la política convertida en espectáculo o entretenimiento
o, en las antípodas, los que auguran avances democratizadores y
participativos gracias a las redes y la interactividad.
No es posible superar esas perspectivas restringidas y
dicotómicas si se opera con concepciones instrumentales de la
comunicación y la política. El horizonte se modifica, en cambio, cuando
además de tener en cuenta las dimensiones
institucionales de la política –sus organizaciones, sus momentos de
deliberación y decisión-, la pensamos como esfera y práctica de la vida
colectiva en la cual se diseñan y discuten los sentidos del orden
social, es decir, los principios, valores y normas
que regulan la vida en común y los proyectos de futuro. Y se modifica
cuando, sin negar sus dimensiones operativas, pensamos la comunicación
como esos complejos intercambios a través de los cuales los individuos y
grupos sociales producimos significaciones
en permanente tensión y confrontación. Es en ese tipo de nociones que
se sostiene la sexta tesis de aquel texto de Caletti, que afirmaba que
la comunicación constituye la condición de la política en un doble
sentido: porque no puede pensarse el quehacer de
la política como discusión de ideas sin actores que discutan, y porque
no puede pensarse esa práctica en términos de construcción de proyectos
de futuro sin la colectivización de intereses y propuestas.
Esa particular y necesaria articulación entre
comunicación y política se produce hoy en un espacio público constituido
tanto por lo que yo he llamado “la plaza”, es decir, los espacios
tradicionales de agregación y acción colectiva
–espacios que van adquiriendo nuevas formas con el paso del tiempo-, y
“la platea”, es decir, las prácticas mediáticas que se sostienen en
nuestra condición de públicos de medios y usuarios de tecnologías de
información y comunicación[2].
Ese espacio público mediatizado es uno de los ámbitos principales donde
se dirimen hoy las luchas por el poder político, las luchas por la
conducción de la sociedad, que no son independientes del poder
comunicativo-cultural, es decir de la posibilidad de construir
ideas hegemónicas. Una posibilidad en la que intervienen decididamente
los dispositivos técnicos que permiten la aparición y representación
mediática de temas y actores. De ahí que John Thomspon postule que “la
lucha por hacerse oír y ver (y de evitar que
otros hagan lo mismo) no es un aspecto periférico de las conmociones
sociales y políticas del mundo moderno; todo lo contrario -dice
Thompson-, es su característica central”[3].
En nuestras sociedades latinoamericanas, que a pesar
de la institucionalidad democrática están atravesadas por desigualdades y
exclusiones notorias, esas luchas por hacerse ver y oír, que son luchas
contra quienes buscan impedirlo,
no son nuevas. Se expresaron históricamente tanto en la resistencia de
los pueblos originarios como en las búsquedas culturales alternativas.
Sin embargo, en lo que va de este siglo, varios países de nuestro
continente han sido escenario de unos particulares
esfuerzos por someter a discusión los sistemas de medios masivos y sus
regulaciones legales, transformando
los derechos a la comunicación en una de las problemáticas donde con más fuerza se expresan las luchas por el poder.
Puedo sostener esa afirmación en las
confrontaciones que se vivieron y se viven aún hoy en Argentina en torno
a la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual o a las que se han
dado y se dan en otros países de la región, como
Ecuador o Uruguay, en el mismo sentido. Esas confrontaciones se
articularon en muchos casos con una larga tradición de medios populares,
alternativos y comunitarios construidos desde la necesidad y vocación
de recuperar la capacidad y legitimidad de expresarse,
tanto para minorías excluidas pero también para las mayorías
desposeídas de las condiciones necesarias para acceder a medios y
tecnologías. En todos esos casos es posible reconstruir discursos y
prácticas que identifican claramente intereses antagónicos y
sus consecuentes justificaciones ideológicas: es decir, intereses
encontrados que afirman o niegan la universalidad de los derechos a la
comunicación. Y es ahí donde la articulación comunicación-política se
revela con inédita potencia, socavando como nunca
antes aquellas alardeadas nociones de independencia y objetividad de
los medios que integran los sistemas masivos de comunicación.
Más allá de las características particulares de
cada uno de nuestros países, la existencia de situaciones monopólicas u
oligopólicas que lejos de disminuir se acrecientan con los procesos de
desarrollo y convergencia tecnológica,
produce efectos bien conocidos: agendas únicas, voces concentradas,
insuficientes espacios para la expresión y representación de diferentes
actores y sectores sociales y políticos. Pero además, esas empresas que
buscan acaparar para sí los derechos a la comunicación
que son del conjunto de la sociedad, no encubren ya sus motivaciones y
estrategias en las luchas por el poder. De manera desembozada
intervienen como un actor político que propone ideas y proyectos, que
convoca a participar o a abstenerse de hacerlo, que denuncia
o apaña a personajes políticos o empresariales, que promociona
candidatos o los estigmatiza, que enjuicia a los movimientos sociales
que confrontan el orden establecido, que juzga a la mismísima justicia
aunque ella –en muchos de nuestros países- no sea precisamente
aquella dama ecuánime con ojos vendados, sino un instrumento más de
construcción de inequidad. Los casos del multimedio
Clarín en el reciente proceso electoral argentino y el de la
Red Globo en el proyecto destituyente que se gesta en Brasil, son ejemplos claros de este nuevo papel.
Sin embargo, no creo que sea adecuado afirmar que la política se “hace” hoy en los medios masivos de comunicación, cargando ese
hacer de un contenido negativo o perverso. Históricamente, las
construcciones políticas tuvieron dimensiones interactivas y recurrieron
a medios expresivos. Siempre la política fue acción práctica y
discursiva. Lo que hoy ocurre es que se han
producido transformaciones que es necesario comprender para poder
actuar sin complacencia pero sin melancolía. Por un lado, como ya
señalé, el hecho de que prácticamente sin intermediaciones, sin velos,
las corporaciones mediáticas han asumido su innegable
participación en la construcción de democracias formales y excluyentes.
Por otro, el hecho de que las instituciones políticas –pienso en los
partidos, los poderes del Estado, las campañas y procesos electorales-
se han transformado en el marco de lo que se
ha dado en llamar “democracia demoscópica”[4];
un orden democrático
donde la opinión pública mediática y las técnicas de medición y
predicción de comportamientos sociales cobran peso decisivo en
definiciones estratégicas y tácticas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario